En primer plano aparecen dos tipos que se esconden en los márgenes de la oscuridad de un cementerio. Sus maneras son tan poco sociables que han decidido hacer de los sepulcros su propio hogar. La escena da como miedito, ahí tenemos a un par de endemoniados a quienes nadie quiere, porque a esos dos tipos ningún paisano ha conseguido extraerles a sus okupas. Bueno, en el fondo, los lugareños están tan habituados a ellos que ya no les extraña toparse con su sombra, y con esa forma tan inquietante de hablar entre ellos. Sucede como con los miedos controlados: se sabe que están allí, pero justamente allí no se nos ocurrirá ir jamás.
Pues en este escenario lovecraftiano, se acerca el Señor. Y en vez de ponerse escandaloso, hacer un exorcismo hollywoodiense y gritar ?¡yo os conjuro, yo os conjuro!?, tan sólo pronuncia la palabra más breve de todo el Evangelio: ?Id?, porque los endemoniados han decidido marcharse con los cerdos y se lo han pedido al Maestro. El Señor no se asusta, y es como para asustar de por vida. No estoy por la labor de censurar la Palabra de Dios, pero unos padres que llegan de trabajar y le cuentan a sus niños el capítulo de los gerasenos, es muy probable que hayan regalado a sus hijos un insomnio de por vida. A mí personalmente, los cementerios me gustan. Bajo las lápidas sabemos, por los nombres que allí se han escrito, quiénes duermen el sueño de los justos. Y si debajo está Oscar Wilde, pues le rezamos, que para eso vivió malamente, pero al final se acercó al Dios de su infancia y entró en un nuevo diálogo con Él. Pero hay algo atávico que nos dice que quedarse a dormir en un cementerio por el gusto de la novedad, como que no sería un buen plan.
Lo que más me impresiona del Evangelio de hoy, es que los paisanos de los endemoniados expulsan al Señor de su pueblo. En vez de expulsar al Enemigo, expulsan al Hijo de Dios. Hay un grado de ceguera que llama la atención, prefieren una vida que rezuma presencias malignas a cambiar las cosas de raíz. Seguro que os sonará, porque a mí esta historia me la han contado un millón de veces. He visto a muchos matrimonios capaces de vivir en el extrarradio de una verdadera relación con tal de tener la fiesta en paz. Y después de 30 años ya no se quieren en absoluto, sólo se soportan, y no piensan mover un dedo para hacer que algo mejore. He visto a ancianos que arrastran la pena negra de un odio infinito durante toda su vida. Vidas peores que vidas endemoniadas, condenadas a vivir en el subsuelo de los cementerios.
Ayer una mujer de cien años, sí, cien años, me habló de sus recuerdos de la Guerra Civil, y ninguno de ellos era bueno. Casi le tuve que hacer callar para que no siguiera, porque estaba lúcida como un adolescente que canta una lección en voz alta, y enfatizaba con mucho horror sus recuerdos, vívidos, recientes. Una mujer de cien años y sin paz, cuánto dolor. La confesé bajo promesa de que mandara todo aquel barro lo más lejos posible de ella, porque la gracia de Dios actúa de forma directa en el sacramento de la penitencia, pero la salud mental sigue herida, y los horrores son peores que las úlceras que no se cierran. Hoy me he acordado todo el día de ella, y le pido al Señor que se lleve los pensamientos de esta mujer a los cerdos que estén más cerca, y que se arrojen acantilado abajo.
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